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Sin dudar de la intercesión de los santos, lo cierto es que a veces me sorprendo con reacciones muy parecidas, ahora que soy algo más mayor. Me refiero a la necesidad de que me reconozcan y que incluso me premien por todo lo que hago, por las ideas estupendas que tengo, por todo el tiempo gratuito que dedico a tal cosa... Una tendencia a hinchar el pecho esperando que alguien me cuelgue una medalla. Otra más, para la colección. Quizá no busco limosnas, pero sí el premio de la admiración, del aplauso o de la autoridad en un tema. Y no soy capaz de ver que las semillas necesitan su tiempo, que el fruto no es inmediato ni para mí.
Y aquí nos encontramos muchos: los que hacen voluntariado sólo porque así se sienten mejor; los que acaban predicándose a si mismos, los que hablan de su manera de vivir la fe como la mejor posible… y encima buscan que les aplaudan por ello: por su entrega, por su elocuencia, por su testimonio. Y cuando no se obtiene, lo pasan (y lo pasamos) bastante mal. Mucho peor cuando ese aplauso se lo lleva otro, y no tú. En ese momento sólo el silencio, en la soledad del examen de la noche o de la oración de la mañana me recuerda cuál es mi papel: «soy un siervo inútil, no hice más que cumplir con mi obligación». Y Dios me vuelve a llamar a seguirlo y cuidar de sus semillas. Junto a otros. Para entonces, el ansia por el aplauso desaparece a favor de una necesidad de vivir sólo de Dios. Y me acuerdo de mi abuela, que de una manera muy sencilla me mostró que tanto cuando buscamos como cuando encontramos, tanto cuando nos aplauden como cuando nuestro servicio es callado y escondido, incluso cuando otro se lleva la admiración y la recompensa, la iniciativa es sólo de Dios y la alegría tiene que estar en haber podido colaborar, humildemente, en aquello donde Él nos ha llamado a trabajar. Tomado de la Revista Jesuitica. Por Sergio JS
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